Por: Selene Casanova
El teléfono suena, la mano arrugada coge el auricular, como siempre espera la voz aguda de alguna Impulsadora que desea informar el lanzamiento o la promoción de alguna marca; al contrario, dos minutos de silencio hacen presencia en los fluidos invisibles del aparato, no piensa mucho, se dispone a colgar el teléfono, y un casi imperceptible -¡Alo!- penetra en el solitario mostrador de la Farmacia “AURORA”, inmediatamente toma el auricular y contesta, el creciente aumento de su ritmo cardiaco reacciona ante un presentimiento que aun no invade todo su cuerpo, de otra manera, su mano hubiera dejado el teléfono sin contestar, a como hacia muchas veces cuando el silencio insistía en quedarse. - ¿Quien habla? pregunta en tono de próxima victima para ser apuñalada por la espalda, -Mamá- le contestan, y el puñal atraviesa los viscosos pulmones. -Doña Maria Esther me regala dos diclofenac, escucha a lo lejos, -si hija te espero- dice Doña Maria, sus labios pequeños se exprimen mutuamente; -¡Doña Maria Esther!, le dicen ya frente a ella; la lucha se posterga, suelta el teléfono, -esta cerrado, dice Doña Maria, -pero, pero, la voz se hunde en la esquina, mientras la mano arrugada se desplaza derecho hacia el final del mostrador para entrar a la casa.
Sentada en el sillón preferido de su difunto esposo, la brillantez del sol se siente igual de ensordecedora que hace dos años, -Hija, tenes que bautizar a Juliancito, ahorita que es la mejor edad, cuando se le toman las mejores fotos, después de un año ya no son lo mismo te lo digo yo, quiero una foto enorme en la sala, al lado de la de tu Papa, para que se hagan compañía; - Ay Mamá, si siempre son lindos. El sol que ciega automóviles, y que dejó sorda a Doña Maria Esther cuando cruzaba la calle con su nieto de un año dentro de un carrito. Su hija metía las compras del supermercado en el asiento trasero del carro cuando escuchó los gritos, una cortina de gente rodeaba el carrito del niño, nadie se atrevía a enderezar el carrito, no había llanto, pero el sol ya no estaba matando al sonido, la sangre brillaba en el asfalto, nadie estaba ciego.
Matarme, pensó, el revolver de Alfredo esta intacto, las balas también, pero que estoy diciendo soy dueña de una farmacia, me sobra con que intoxicarme y morir rápidamente y sin dolor. El marco de la foto resplandecía, como si hubiera sido comprado de ayer, el color dorado se tornaba verde por el uniforme de militar que lucia el difunto Alfredo, al igual que los ojos plomizos caídos en unas ojeras profundas. Los colores se apagaron, la noche no daba tregua a ningún rayo de luz dentro de la casa, afuera la gente se cansó de preguntar por Doña Maria, se corrió el rumor de que había recibido un llamada tan urgente que salió corriendo sin cerrar el local. -¡Semejante descuido! Doña Consuelo mandó a su hijo de 14 años para cuidar la recepción de la farmacia, quien jugaba cartas en el piso blanco de la acera haciendo cara de castigado; y adentro un coronel ordenaba la sobrevivencia por sobretodos las cosas.
La mañana siguiente llegó, él la miraba fijamente, Doña Maria Esther ya sabia que hacer, - yo sé Alfredo, estabas feliz en esta casa, ni modo. A las nueve de la mañana escuchó la voz de la que tanto había huido, se levantó del sillón, entró a su habitación buscó en su armario, sacó el revolver, -¡Buenas, buenas, Mamá!- gritaban en la parte de la farmacia; le puso las balas, me enseñaste bien Alfredo, ¡listo!, con pasos ligeros se dirigió al mostrador de la farmacia con la misma prisa con que corría siempre que alguien llegaba con un niño llorando, ahí estaba frente a ella con el resplandor de la mañana, los disparos del revolver en la frente, la muda, la ciega, ahora, era su hija.
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